En un momento vos me miraste, tenías la frente sudada y las manos frías; pero no eran las manos que me habían enseñado a hacer barriletes, ni siquiera la mirada tenía los ojos de ese hombre que en mi infancia había sido un héroe. Tu mirada, curiosamente, no me inspiraba lástima sino culpa; y esa culpa era la que hacía que las lágrimas subieran desde el nudo que tenía en la garganta hasta los lagrimales y brotaran incontrolablemente. Tosiste. Te enojaste con la imperfecta forma que respirabas, y me pediste otro calmante; te iba aclarar instantáneamente que iba a ser el quinto calmante en media hora y comprendí lo idiota que era: ‘sus últimos minutos y todavía me atrevo a opinar’. Busqué el vasito con agua, te puse las píldoras en la boca, te acerqué el vaso. ¡Cuánto te costaba inclinar la cabeza y tragar el agua! Quisiste agradecer de esa manera exagerada que agradecías cada favor, y en lugar de ello tosiste, dos, tres veces. ‘Gracias’.
Me dio una bronca inmensa que fueras tan bueno conmigo, que desgarraras tu pecho asfixiado sólo para agradecerme… agradecerme un vaso con agua.
De repente juntaste fuerza… ‘¿A quién le servirá mi dolor?’ preguntaste para encontrar un poco de alivio en el sentido… ‘¿a quién, Dios, a quién?’ Y tu tos áspera cada vez más suave, porque ya no tenías aire… ‘Siento vidrio en los pulmones’ repetiste lo que cada noche decías antes de que los calmantes te durmieran, y de nuevo, ‘¿a quién, Dios, a quién?’ Y yo me sentía un miserable impotente, porque tu dolor sólo me crucificaba en la culpa, en la culpa de dejarte morir, en la culpa de los reproches, de las ausencias.
Giraste la cabeza queriendo ver más allá de esa pared blanca, buscando un horizonte más agradable que esa sala, que esa asfixia, y ese pecho lleno de vidrio… volviste a mirar hacia mí. Sonreíste. Me arrodillé en la cama, a tus pies, besé el blanco esperanza de las sábanas, que se teñirían de negro, y de tristeza. Ya no respirabas, ya no tosías…”
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