domingo, 29 de junio de 2008

Entre las ramas del tilo


El guerrero se sentó sobre la superficie lisa de la piedra y soltó un leve gruñido que disimulaba un quejido de dolor. Dejó el pesado bolso a un lado y se quitó con algún esfuerzo las calurosas botas de cuero para poder disfrutar de la suavidad y la frescura del pasto en las plantas desnudas de sus pies. A su espalda, a unos pasos de la roca, se alzaba un tilo de gran tamaño cuyas ramas más bajas se inclinaban hasta tocar el suelo. Era el único árbol en la inmensidad de la llanura. Lo había encontrado años atrás, cuando recorría ese territorio estéril donde ningún ser vivo podía resistir mucho tiempo. Un último sobreviviente desafiando la cruel y desolada extensión de aquel desierto verde, al menos así lo entendió él. Y en el momento que lo vio supo que era allí donde debía completar la etapa final de su trabajo, lo supo sin sorpresa ni emoción de ningún tipo, sino como quien sabe que debe beber para calmar la sed. Ahora, sentado a su sombra como tantas veces desde entonces, se sentía agotado.
Tomó un sorbo de agua para aplacar el mal sabor de boca que le había dejado la carne del pájaro muerto y concluyó que el contenido de la cantimplora no le duraría mucho más. Suponía que el ave había fallecido de inanición tratando de atravesar la llanura, y toparse con el cadáver antes de que empezara a descomponerse había sido una suerte porque sus nutrientes le permitirían aguantar más tiempo. Sin embargo, el alimento era una cuestión secundaria, pues podía sobrevivir durante semanas sin comer. Pero la falta de agua afectaba gravemente a su organismo. Las otras seis cantimploras estaban vacías y, a menos que lloviera, pronto tendría que someter su cuerpo a un nuevo período de inactividad y conservación de la energía vital. Lo había hecho en una o dos ocasiones de extrema necesidad pero ello le había costado la victoria en las batallas subsiguientes, y ya no podía permitirse la derrota. Él era un Disparaletras, uno de los dos que quedaban, y si alguno cedía significaría el fin. Los demás habían muerto o ya no eran útiles porque simplemente habían dejado de Recibir, lo cual sucedía con mucha más frecuencia desde hacía varios años.
Desplazó la mano derecha hacia el lado izquierdo de la cintura y sus dedos se cerraron sobre el arma. Era pequeña y liviana, y al tocarla parecía latir, cambiar de forma y fundirse hasta convertirse en una extensión de su brazo. La sostuvo en alto, admirando los destellos que los rayos de sol le arrancaban al metal al colarse entre las hojas del árbol. Recorrió la fría superficie de plata con la yema del pulgar izquierdo, deteniéndose en cada una de las muescas grabadas con maestría por alguien o algo superior. Esa serie de incisiones extrañas y poco profundas representaba los caracteres de un idioma extinto, del cual no quedaba ningún otro rastro que las inscripciones en las armas de los guerreros. Los signos resplandecieron respondiendo a su tacto y, como siempre, las palabras se tradujeron en su mente a una lengua que conocía y que le era propia: Di la Verdad, rezaban. Creía que la frase debía ser la misma en todas y cada una de las lapiceras destinadas a los hombres como él, al fin y al cabo era la ley principal. Un Disparaletras podía desertar, también podía negarse a escribir o tratar de ignorar lo que recibía, incluso tenía permitido destruir su lapicera, pero bajo ninguna circunstancia le era dado alterar la Verdad o creerse capaz de inventarla. Durante la mayor parte de su vida no había comprendido esa estúpida prohibición, y la había odiado con cada centímetro de su ser. Había narrado la curación de millones de enfermos pero nunca la cicatrización de una de sus propias heridas, las historias de amor de los últimos dos siglos se habían desarrollado al ritmo de su caligrafía y, sin embargo, en ese tiempo jamás describió a una mujer a la que pudiese amar; el suave movimiento de su lapicera sobre el papel había producido la salvación de pueblos enteros, aunque ni un solo milagro para resucitar a uno de los amigos perdidos. Ahora, cuando muchas de las cosas que fueron alguna vez y la mayoría de las que eran habían sido escritas por su mano, seguía sin entender esa ley, aunque ya no la odiaba, había terminado aceptándola. Observó las seis cantimploras vacías alineadas delante suyo con las tapas colgando a un lado por si acaso y pensó en lo fácil que sería componer una simple tormenta. Nubes, relámpagos, rayos, truenos, y agua, muchísima agua. Una palabra tras otra, encadenándose y fundiéndose en una armonía precisa; una danza de la lluvia sin cánticos, gritos ni tambores. Si tiene que llover lloverá, y sino ya veremos, pensó.
Un soplo de viento se levantó desde el sur, tal como lo había anotado la noche anterior, le acarició el rostro y el cabello y fue a internarse entre los recovecos del árbol a su espalda interrumpiendo el silencio sepulcral de la llanura. El sonido le hizo desear de nuevo poder irse de allí. Aquel desierto verde no significaba ningún impedimento para él, pero el tilo era su vigésima sexta torre de recepción y abandonarlo equivalía a pasar un tiempo indefinido sin escribir hasta encontrar la próxima. Las consecuencias serían catastróficas. No tenía una idea exacta de cuánto terreno habían perdido en los últimos años a manos de la inexistencia. De esa vacuidad inexorable que era como ácido, corroyendo la materia, el espacio y hasta el tiempo, dejando una nada, un blanco perpetuo imposible de rellenar. Pero sabía que a duras penas conseguía sostener una cuarta parte de la realidad por sí mismo.
Lo habían catalogado como prodigio al encontrar su primera torre teniendo apenas diecisiete años. Aquello había sucedido mucho tiempo atrás, demasiado para llevar la cuenta, como en otra vida. Sin embargo, el recuerdo permanecía intacto. Había ido en busca de leña para la fogata mientras sus primos armaban la tienda. Él era el mayor y el que mejor conocía el bosque, y, por lo tanto, el único que podía alejarse del lugar de acampada sin compañía. Pero esa vez se internó entre los árboles más lejos que de costumbre y terminó en aquel claro frente a un viejo galpón abandonado. Apenas un pequeño puesto de descanso para los cazadores, del que ya nadie se acordaba. La luz se colaba por los múltiples agujeros y rendijas abiertas en los tablones de madera que formaban las paredes. Por lo cual, a pesar de que la única ventana estaba cubierta de tierra, el interior quedaba lo suficientemente iluminado como para permitirle echar un vistazo.
A su derecha, sobre una estantería mugrienta se veían unas cuantas latas de conservas vencidas y un par de cajas de municiones para escopeta sin abrir. Dos sillas desvencijadas y una mesita completaban el mobiliario. A los pies de ésta, rodeado de restos de pan enmohecido y colillas de cigarrillo, descansaba un trapo verde y raído que parecía haber servido de mantel. Decidió que aquel lugar era decepcionante y cuando dio media vuelta para salir distinguió algo que asomaba bajo la pila de pieles de la esquina izquierda, la cual había quedado casi totalmente oculta por el ángulo de la puerta. El olor a humedad que despedían las pieles era insoportable, las movió sólo lo necesario para sacar el objeto y luego fue a sentarse en el centro del cobertizo. Era una caja de acero carcomida por el óxido. Quitó la tapa con cuidado y vio las armas que lo acompañarían el resto de su vida: el bolso y la lapicera. El primero parecía común y corriente, sin embargo la lapicera ejercía una atracción inevitable, como los ojos de una serpiente justo antes de atacar. La sujetó con firmeza y en ese momento todo lo demás se difuminó casi hasta desaparecer. La sangre le pulsaba frenéticamente en las sienes y le costaba respirar. Sintió como se le erizaba cada vello del cuerpo y el sudor comenzaba a chorrear a través de sus poros. Un fuerte escalofrío le recorrió la columna. Los ojos se le anegaron en lágrimas, dejó escapar un hilo de sangre por la nariz y se desmayó. Los Disparaletras habían bautizado aquello “El Renacimiento”: un trance en el que se recalibraban los sentidos del nuevo guerrero para permitirle percibir lo que hasta entonces le estaba prohibido, dejándolo preparado para iniciar su nueva misión.
Veinte minutos después recobró el sentido con la cabeza a punto de estallarle y muchas ganas de vomitar. Había caído de espaldas y al abrir los ojos pudo contemplar una de las imágenes más bellas que vería en su vida. Cientos de telarañas de distinto tamaño se agrupaban, se fusionaban y superponían formando un espeso tejido de hilos de diamante que tapaba por completo el cielo raso. Lo más extraño, y lo mejor, era que parecían estar deshabitadas. Mientras observaba fascinado las hebras comenzaron a vibrar y emitir destellos alternadamente. Primero una, después otra, una tercera, y así; siguiendo un orden secreto que continuaría en ciclos eternos. Entonces empezó a Recibir. El flujo de información invadió sus neuronas estableciendo billones de conexiones sinápticas. A través de sus sentidos se desbordaron las imágenes, los sonidos, los gustos, las texturas y los olores de todo lo que era y lo que sería. Casi enseguida supo lo que tenía que hacer, su tarea era relatar el Universo. Décadas después se había convertido en una leyenda viviente al superar la quincena de torres cuando un Disparaletras normal no pasaba de las once o doce. Quizás ya me consideren un Dios, pensó con ironía.
Apartó la idea de buscar un lugar mejor y se recostó en el pasto con la cabeza apoyada en el bolso, disponiéndose a reponer sus fuerzas hasta que el sol se ocultara. Trabajar en uno u otro momento del día no afectaba en nada su desempeño pero siempre se había sentido atraído por la noche, creía que cuando la luz del día menguaba la magia del mundo dejaba de ocultarse y las cosas comenzaban a manifestarse en sus formas reales.
Durmió profundamente durante ocho horas. Al despertar la luna aún estaba cerca del suelo. Aprovechó unos escasos segundos para desperezarse y notó que seguía agotado. No se extrañó, llevaba tres semanas extendiendo sus jornadas de trabajo de diez horas diarias a dieciséis. Estaban perdiendo ante la vacuidad que crecía con celeridad; no obstante, mientras siguiera recibiendo y tuviera fuerzas para continuar tenían una oportunidad, una posibilidad ínfima para ser honestos. Una estrella fugaz cruzó de pronto el cielo claro tomándolo por sorpresa, y no pudo reprimir un esbozo de sonrisa que reflejaba una mezcla de amargura y orgullo. El gesto fue breve y hermoso, repleto de esa belleza triste que resulta tan devastadora al manifestarse en una expresión que se supone debe representar alegría. Aquel cuerpo celeste, al igual que el ave muerta que le había servido de desayuno, eran pruebas inequívocas de que su colega, el otro de los dos últimos Disparaletras, no sólo hacía lo que debía sino que se esforzaba mucho más de lo que se le podía pedir. Consiguió incorporarse con cierta dificultad, el dolor de la cintura empeoraba cada semana. Bostezó y luego se internó entre las ramas del tilo: el descanso había terminado.
Allí la oscuridad era más espesa, sin embargo eso no significaba un problema. Se sentó con las piernas cruzadas y la espalda recta rozando el tronco, evitando usarlo de respaldo, con el bolso abierto ubicado justo delante, donde pudiese alcanzarlo sin cambiar de postura. En un tiempo lo había atormentado la duda de qué pasaría si un día metía la mano y descubría que ya no tenía papel, pero por suerte eso nunca había sucedido. Esta vez no fue la excepción. Rebuscó en el bolso, sacó una hoja y la lapicera comenzó a resplandecer con un brillo tenue que fue ganando intensidad hasta que la copa del árbol quedó completamente iluminada. Aunque era potente, la luz que emitía no dañaba ni molestaba la vista aún cuando se la mirase fijamente. De todos modos, cerró los ojos y se concentró en el ritmo de su respiración para despejar la mente de cualquier pensamiento.
Todo era parte de la preparación, del viejo ritual. Así lo había hecho la primera vez, y así lo seguiría haciendo mientras le fuese necesario. Algunos lo habrían tildado de supersticioso u obsesivo, para él aquello era tan natural y esencial como cualquier otro elemento de la batalla. Al cabo de unos minutos la escena del galpón abandonado se repitió tal como venía sucediendo desde entonces, sólo que esta vez no eran los hilos de las telarañas lo que vibraba y emitía destellos, sino las hojas y las ramas del árbol. Sin embargo, algo andaba mal. Los destellos eran muy esporádicos y difíciles de percibir, y pronto cesó la vibración. Eso era inusual, de hecho no podía recordar ninguna situación parecida. Supuso que se debía a una falta de concentración causada por su estado físico. Aspiró saboreando el aroma del tilo, exhalando con lentitud, enfocando su atención en el recorrido del aire. Repitió el proceso varias veces pero no sucedió nada.
Afuera de su acogedor refugio la luna iba ganando terreno. Tenía que escribir, necesitaba escribir. De lo contrario las cosas se complicarían demasiado. Tal vez estaba un poco tenso. Se frotó las sienes aplicando la presión suficiente como para sentir un leve dolor que enseguida se convertiría en un alivio reconfortante. A continuación comenzó una serie de movimientos con la cabeza que le ayudaban a distenderse, y por último se sonó los nudillos de ambas manos. Con eso bastaría. Retomó su rutina respiratoria esforzándose al máximo para no distraerse. Durante dos horas permaneció inmóvil, con los ojos cerrados clavados en la hoja en blanco, esperando. En la llanura el viento corría libre de obstáculos y cada vez con mayor violencia. De pronto sus labios se crisparon en una mueca de fastidio, se levantó y estuvo a punto de quebrarse los dedos al lanzar un brusco izquierdazo que arrancó un pedazo de corteza. Sabía que había una sola explicación para lo que estaba pasando, y por muchas excusas que inventase no podría huir de ella. Estaba dejando de Recibir. Aún así se negaba a aceptarlo, si lo hacía, todo por lo que había luchado se derrumbaría delante suyo. Decidió que lo mejor era permitirse una pausa, tratar de serenarse y volver a intentarlo.
Sentado nuevamente en la roca contemplaba las estrellas. Varias de ellas habían surgido de su puño y letra, y personalmente creía que conformaban la más bella de sus obras. Dedicó un largo rato al viejo juego de identificarlas. Era un pasatiempo del que había disfrutado desde pequeño y ahora cumplía bien su papel como distracción. No obstante, después de nombrar alrededor de doce o trece docenas se dio por vencido, su memoria ya no era tan buena. Aunque por el momento ese era un problema menor. Se quitó los anteojos para poder apartar las molestas legañas. Pronto amanecería. Todavía no estaba listo, pero seguir retrasándolo era una pérdida de tiempo. Además parecía más una cobardía que cualquier otra cosa. Antes de devolver las gafas a su sitio las limpió de manera automática con un faldón de la camisa que alguna vez había sido blanca.
Regresó a su puesto y recreó el rito. La mañana siguiente lo encontró en la misma posición, y al caer la noche aún no se había movido. Un día más tarde estaba al límite de sus energías, pero se rehusaba a perder las esperanzas. Al cuarto atardecer las lágrimas abrieron surcos en la tierra que le cubría las mejillas y mancharon el pedazo de papel que sostenía sobre las piernas. En su mente no se formó ni una sola oración.



Leandro - Ciudad Cronopio

2 comentarios:

lola** dijo...

que triste vida la de su disparaletras.
me encantó

Gonzalo dijo...

"Trabajar en uno u otro momento del día no afectaba en nada su desempeño pero siempre se había sentido atraído por la noche, creía que cuando la luz del día menguaba la magia del mundo dejaba de ocultarse y las cosas comenzaban a manifestarse en sus formas reales."

¡Gran verdad universal!
¿Tendré algo de disparaletras?

buvfjfhc!